Archive for enero, 2014

Cadáveres

jueves, enero 30th, 2014

José Angel Bergua

La democracia no sólo esconde el cadáver de esa gente a la que dice representar, tal y como pusieron de manifiesto los indignados. Las víctimas de su institucionalización son muchas más y hay bastante relación entre ellas. De hecho, la gente, en su modo más patente o visible, comienza a dejarse entender a partir del heterogéneo conjunto de restos y residuos que la democracia ha ido dejando a su paso y que continua así la función de otras formas políticas que le precedieron, con sus correspondientes sociedades.

Cierto feminismo ha denunciado que la distinción “público/privado”, que pone por encima el primer término y sirve así de base a la democracia, está puesta al servicio del particular modo de estar en el mundo que tienen los varones en las sociedades patriarcales. Y es que dicha distinción se apoya en otra que le precede y le sirve de asiento, “política/familia”, la cual, a su vez se apoya en otra más básica, “cultura/naturaleza”, sobre la que se autoinstituye la propia sociedad tal como la conocemos. En todas esas distinciones los primeros términos son considerados superiores y señalan ámbitos de actividad predominantemente masculinos. De modo que la política aparece subordinando, no sólo a la naturaleza, asunto importante en el que no voy a entrar ahora pero del que quiero dejar constancia, sino un amplio espacio de acción en el que, por necesidad o vocación, se desenvuelven principalmente las mujeres. Conviene añadir que también los niños y, en general, los no adultos, son excluidos de lo público, la política y la cultura, por lo que hay, además de la violencia estructural de género, otra que tiene que ver con la edad. Sin embargo, tampoco voy a desenredar esta otra madeja con sus propias ramificaciones y nuevas desigualdades. El caso es que para superar la exclusión de lo femenino, si las igualitaristas piden que las mujeres puedan ocupar los primeros términos, las diferencialistas solicitan rehabilitar los segundos. Así debe entenderse, por ejemplo, esa máxima de “lo personal es político” que tanto repiten algunas de ellas.

De todas formas, no es sólo la distinción “público/privado” lo que ciertas familias de feministas denuncian, sino también el propio concepto de “ciudadanía” alumbrado en la Modernidad, pues identifica a todos como iguales, por lo que borra no sólo las diferencias sino también las relaciones de desigualdad que produce o sobre las que se asienta la sociedad. Es por esto que la “ciudadanía” y la “igualdad” son sólo el instrumento que utiliza quien ocupa posiciones dominantes para distribuir identidades y posiciones desde la suya propia y apuntalar con este y otros mecanismos su relación de dominación. Pero esto no es en absoluto nuevo, pues ya la propia noción de “humanidad”, fundamental en nuestra civilización y que hunde sus orígenes en la humanitas con la que los romanos se designaban frente a los “bárbaros” del exterior, lo cual nos lleva a otra exclusión en la que tampoco voy a entrar pero de la que igualmente quiero dejar constancia, esconde también una violencia estructural de género, pues está elaborada a partir de una típica oposición privativa, “hombre/mujer”, en la que el primer término del par, “hombre”, no sólo se designa a sí mismo, sino que incluye también a su contrario, pues ambos forman parte de la gran clase de los “hombres”, de la “humanidad” o simplemente de lo “humano”, lo que obliga a que el segundo término, “la mujer”, padezca cierta indefinición.

Para el feminismo diferencialista dicha indefinición siempre ha sido un muro contra el que se ha estrellado una y mil veces, pues no ha podido averiguar, tal como se proponía, qué es la mujer. Sin embargo, para el postfeminismo eso de buscar esencias perdidas o inventarlas lo único que hace es copiar el esquema mental patriarcal, caracterizado por tener un habitusesencializador. El postfeminismo quiere desvincularse definitivamente de él subrayando que el mundo de las mujeres es diverso y que, por lo tanto, la diferencia no acaba en la rehabilitación de la mujer sino que continúa y se multiplica en la pluralidad de feminidades con sus correspondientes modos de ver el mundo. O sea que allá donde el mundo abstracto del concepto nos hacía ver un cadáver, comprobamos que, en realidad, alberga una exuberante y heterogénea vida. Pero es que, si el postfeminismo descubre en el lado femenino una pluralidad de situaciones que, además, se mezclan siempre de modos distintos, los homosexuales han elevado el tiro y apuntado a ese mundo formado por varones y mujeres enlazados entre sí que propone la heterosexualidad. En este sentido, MoniqueWitting, puesto que considera“impropio decir que las lesbianas hacen el amor con mujeres, porque la mujer sólo tiene sentido en los sistemas de pensamiento heterosexuales”, afirma que “las lesbianas no son mujeres”. Lo cual ha permitido abrir las puertas a otro mundo repleto de diferencias y mezclas. Sin embargo, esta crítica del mundo instituido que comenzó agenciando el feminismo y continuaron las lesbianas no se ha detenido ahí, pues desde los años 80 varios colectivos de mujeres lesbianas, chicanas, negras, latinas, con problemas de paro, regularización o inserción social y personas con sexualidades más complejas que la del simple modelo “varón gay con varón gay”, van a expresar su distanciamiento de ese modelo idílico negándose a reconocerse como gays y afirmando desde entonces ser queer, es decir, gente “rara, diferente”.

Dejemos de desenredar esta madeja. Sólo he echado mano de ella para mostrar que en el patio trasero de la democracia hay enterrados muchos cadáveres (mujeres y homosexuales de distinto pelaje, los no adultos, los extranjeros) y que las víctimas, como en los filmes de asesinos en serie, tienen cierta relación entre sí. Dichas relaciones, como sabemos por esas mismas películas, no tienen que ver con las características de los cadáveres sino con la propia mirada del asesino. El caso es que nuestro psicópata tiene muchos más muertos en su cuenta de los que la policía científica ha logrado esclarecer. Permítaseme mencionar uno relacionado con un término muy sospechoso ya mencionado antes, la “ciudadanía”, central en las democracias, aunque, según nos mostró el feminismo, no es tan benévolo como aparenta. Si tenemos en cuenta que la “ciudadanía” se adjudica a todos los pobladores de los sistemas democráticos pero designa etimológicamente al habitante de la ciudad, es obvio que la democracia parece ser un producto urbano que, seguramente, responde a sus características estructurales y sólo a ellas. Pero del mismo modo que ocurría con el “humanismo”, estamos también ante una oposición privativa, en este caso “ciudadano/habitante-de-los-pueblos”, en la que el primer término se designa a sí mismo y a su contrario, obligando a éste a padecer cierta indefinición e incluso desaparecer. De modo que esa democracia inventada por y para las ciudades requirió de otra exclusión y la aparición de un nuevo cadáver. En este caso, los pueblos o hábitats rurales.

Conviene profundizar en este etnocidio pues, a pesar de ocupar un lugar central en la autoinstitución de la modernidad, ha sido con frecuencia desatendido por las ciencias sociales y tampoco hay ideologías específicas que le presten atención, al modo como los feminismos y ecologismos, por ejemplo, hablan de lo femenino y lo natural. Además, con el análisis del asesinato descubriremos nuevas e inquietantes características del mundo que alberga y da cobijo a nuestro psicópata, así como importantes rasgos de su personalidad.

En 1923 Spenglerya tenía claro que los procesos de civilización están protagonizados por las ciudades. En su opinión, si el hombre anterior al neolítico es un ser errante que “anda a tientas por la vida” y el posterior arraiga en la tierra que cultiva, el hombre civilizado, vuelve a ser un nómada, pero esta vez intelectual. Esta tendencia al desanclaje de la tierra está presente en todas las culturas y tiene su epicentro en las ciudades. Por eso, continúa Spengler, “la historia universal es la historia del hombre urbano”. Ese impulso es hoy toda una realidad. Si Babilonia, en su momento de mayor esplendor, no superó los 100.000 habitantes y Atenas sólo llegó a 50.000, actualmente hay en el mundo 19 megaciudades con más de 10 millones de habitantes. El crecimiento de algunas de ellas ha sido vertiginoso. Así, México ha multiplicado por 8 el volumen de población en los últimos 50 años y Sao Paolo por 10. Las cifras son importantes si se tiene en cuenta que la primera ciudad que superó el millón de habitantes fue Londres y lo hizo en 1820. En la actualidad, desde el año 2007, la población del planeta que vive en ciudades es ya más numerosa que la que reside en pueblos. No sólo eso, en el mundo hay 65 grandes ciudades en las que habitan más de 700 millones de personas y la economía mundial se concentra en 24 megarregiones que agrupan a enormes ciudades y que representan el 43% de la economía mundial. Para el año 2025 se estima que puede haber espacios urbanos que agruparán a cientos de millones de personas.

Los pueblos connotan una relación de vecindad y proximidad con la naturaleza de la que carecen las ciudades. En efecto, sea cual sea el trabajo que tengan los habitantes de los pueblos, por el hecho de vivir en ellos, ya a través de los sentidos (vista, oído, olfato) la experiencia de la naturaleza es más directa e inmediata que en las ciudades. Ésta es probablemente, la diferencia más notable: mientras los pueblos están acoplados a la naturaleza (sociedad-naturaleza), las ciudades se distinguen de ella (sociedad/naturaleza). Primero, por el temor que el cristianismo infundió respecto a todo lo natural. Luego, por el desprecio que desató el antropocentrismo moderno a través de su ciencia y la economía, que sólo permitieron ver en la naturaleza un “objeto”, de conocimiento para una y de explotación para la otra. Más tarde, bien avanzada la modernidad, de la mano de del ecologismo, la naturaleza se ha convertido en un objeto deseado a la vez que perdido. Ninguna de estas visiones es la de los pueblos pues en ellos ha habido cohabitación y mezcla con la naturaleza, no distinción.

Otra importante diferencia tiene que ver con las relaciones internas, entre las gentes, que se practican en uno y otro hábitat. En los pueblos, el estilo de sociabilidad dominante es el comunitario en sentido clásico (es decir, reunido en torno a una identidad), mientras que en las ciudades los vínculos son más débiles y fugaces, por lo que tiende a predominar el individualismo . En 1887 el escritor inglés Hardy ya veía así la sociabilidad urbana: “cada individuo es consciente de sí mismo pero nadie es consciente de todos colectivamente”. De los pueblos se podría haber dicho justamente lo contrario: hay conciencia de comunidad (familiar, local, etc.) pero no conciencia individual. Por lo tanto, del mismo modo que sucede en las relaciones entre lo social y lo natural, que es de distinción en las ciudades (/) y de acoplamiento en los pueblos (-), también las relaciones entre las gentes urbanas parecen tender a la indiferencia mientras que las de los pueblos son más bien de acoplamiento o cohabitación. Esta cohabitación no implica que las relaciones entre las gentes sean amistosas pues también pueden ser de hostilidad. Y es que lo contrario de la sociabilidad comunitaria (amistosa u hostil) es la indiferencia. Por otro lado, conviene también dejar claro que la indiferencia urbana es sólo una tendencia o atractor nunca absolutamente realizada. Está provocada por la transformación, ampliación y diferenciación interna permanente de las ciudades y de sus gentes. Sin embargo, se ve contrarrestada por una necesidad de contacto, aunque sea débil o incluso anónimo. La suma de ambos impulsos crea una “comunidad” distinta de la que domina en los pueblos, pues ya no se basa en la identidad y los vínculos no son fuertes ni permanentes. Al contrario, se caracterizan por la fugacidad, debilidad e intermitencia del estar-uno-con-otro. El resultado es, según Nancy,  la creación de “conjuntos numerosos (que) se tocan en todos sus puntos y se dispersan como enjambres perseguidos, como racimos desgranados”. Esta idea de comunidad, tan distinta de la clásica, es precisamente la que estamos teniendo en cuenta al hablar del demos.

Pero las ciudades y los pueblos no son sólo dos lugares diferentes. Hay también una relación de explotación en medio. Es probable que en la premodernidad los estilos de vida de los pueblos e incluso su misma cultura fueran muy importantes en las ciudades. Quizás en aquella época las relaciones oficiales o instituidas fueran de cohabitación (ciudad-pueblos). Sin embargo, con la modernización, se impusieron las de distinción y explotación (ciudad/pueblos). Williams ha descrito el proceso así: “Una ciudad come lo que sus vecinos del campo cultivan. Y puede hacerlo a cambio de los servicios que ofrece en las esferas de la autoridad política, la ley y el comercio a quienes están a cargo de la explotación rural… Pero luego, los agentes de poder y las utilidades llegan, por así decirlo, a alienarse y por encima de la explotación entrelazada se desarrolla lo que podría entenderse como una explotación de hecho del campo en su conjunto por parte de la ciudad en su conjunto”. Téngase en cuenta que una ciudad de 1 millón de habitantes necesita 1800 toneladas de alimentos y 567.000 de agua al año. Ibáñez también se refirió a la explotación del campo pero la describió más clara y contundentemente: “La ciudad es una fábrica de mierda. Receptora de alimentos y emisora de excrementos. El campo, por el contrario, es emisor de alimentos y receptor de excrementos. Así de sencillo”.

La explotación de los pueblos por las ciudades es algo más compleja de lo que Williams e Ibáñez dan a entender pues se produce en el intercambio de objetos, sujetos e información. Por lo que respecta a los objetos el intercambio desigual consiste en que se dan recursos infravalorados (como sucede con el agua, la madera, los productos agrícolas, etc.) y se reciben productos sobrevalorados (por ejemplo, los bienes de consumo masivo). En relación a los sujetos, van jóvenes a formarse que luego en su mayoría se quedarán en la ciudad, así como gentes sin título que el mercado considera descualificadas y en su lugar llegan profesionales y funcionarios, como médicos, secretarios de ayuntamiento, asistentes sociales, etc., considerados más valiosos. Finalmente, ya en relación a la información, se marcha el conocimiento autóctono transmitido de generación en generación, que los estudiosos urbanos estudiarán y pasarán a hacer formar parte de archivos y museos a medida que vaya muriendo, y se recibirá a cambio conocimiento científico que, por considerarse más valioso, pasará a ser aplicado en la interpretación y construcción de la realidad rural, incluso por los propios pobladores. En los tres regímenes de intercambio lo que se da tiene menos valor que lo que se recibe debido a que la vara de medir la impone la ciudad. Sin embargo, para que este triple régimen de explotación funcionara, también ha sido necesario que los habitantes de los pueblos aceptaran esa medida. Esto es fácil de comprobar que ha sucedido, pues en los tres intercambios los pueblos han tendido a sentirse inferiores a la ciudad. De todas formas, aunque los pueblos hayan tendido a interiorizar la violencia simbólica ejercida por la ciudad generando cierto habitus acorde con ella, no todo lo que llega de allí ha sido siempre acríticamente aceptado y no todo lo que se va ha merecido en todas las ocasiones menor estima. Además, mucho de lo que se le impuso fue apropiado de modos diferentes a los previstos y bastante de la gente que marchó a la ciudad mantuvo sus vínculos con el pueblo e incluso generó otros, lo que abrió una relación de cohabitación (-) entre los dos hábitats que proporcionó más y nueva vida a los pueblos.

En fin, que el asesinato no fue una obra perfecta. Sin embargo, continuemos con las relaciones de dominación pues forman parte del orden instituido en el que la Democracia ocupa un lugar central. Se pueden añadir dos más: la conversión de los pueblos en materia de conocimiento y también en lugar de inspiración ideológica. Ambas están íntimamente unidas y se relacionan también con la explotación. Además, las tres son la base necesaria e imprescindible para que se dé un cuarto e importante paso al que también conviene hacer referencia: la conversión de los pueblos en objetos estéticos susceptibles de transformarse en objetos de consumo.

Si observamos el Diccionario de Autoridades del siglo XVIII y tomamos nota de los significados adjudicados a los términos “pueblo” y “cultura” observamos que no tienen las connotaciones que se les adjudicarán después y que tampoco se ha establecido ninguna asociación entre ambos. En efecto, el término “pueblo” no tenía sentido político alguno y todavía significaba, simplemente, lo opuesto a la ciudad. Por su parte, la “cultura” estaba relacionada con la actividad agrícola y se llamaban “incultos” no a los analfabetos sino a los terrenos no cultivados. Este mantenimiento de los significados originales del “pueblo” y de la “cultura” coincidía con una relativa autonomía de los pueblos y de sus tradiciones. Como ya vimos más atrás, la modernización de la sociedad se inicia cuando las élites comienzan a ver con preocupación las prácticas culturales de las gentes. Ahora podemos añadir que esas gentes son principalmente las de los pueblos. Por eso, la categoría política de “pueblo” comienza a adquirir importancia política a medida que los pueblos y los hábitats rurales van perdiendo su singularidad cultural. Después de la Revolución Francesa y de la Escuela Universal, a medida que los pueblos reales iban siendo destruidos y el ideal fortaleciéndose, también vimos que apareció el interés por la tradición popular, que este interés culminó el etnocidio y que con la descomposición del cadáver apareció el espectro del nacionalismo.

Todos estos cambios tienen su origen en el proceso de modernización. Traen consigo la conversión del pueblo en un objeto de explotación o intercambio desigual, un objeto del conocimiento científico y un objeto de inspiración ideológica. Por lo tanto, falta el cambio que ha convertido a los pueblos en objetos estéticos, incluso susceptibles de ser incorporados a los paisajes, los cuales atraerán a los turistas y terminarán convirtiendo los hábitats en objetos de consumo para los urbanitas. Ese cambio tiene que ver con la postmodernización, también nacida en las ciudades y que se caracteriza por la aparición de una nueva sociedad en la que las actividades industriales son menos importantes que las postindustriales, por lo que la explotación y degradación de los entornos de los pueblos tenderá a disminuir. Hay también con la postmodernización un goteo constante de urbanos que pasarán a fijar definitiva o temporalmente su residencia en los pueblos, por lo que la explotación demográfica también tenderá a desaparecer.

A estos cambios estructurales acompañarán otros en el ámbito de los valores que, si bien también favorecen a los pueblos, igualmente traen consigo la posibilidad de intensificar, aunque por nuevas vías, la dominación. El cambio de valores tiene que ver con el hecho de que el énfasis en la seguridad y el bienestar económico serán sustituidos por la mejora de la calidad de vida, formando parte de esta calidad la búsqueda de la naturaleza y el trato más cálido con los otros, objetivos ambos que hacen de los pueblos un lugar apetecible para el urbano. De todas formas, si bien todos estos cambios abren la posibilidad de que se establezcan y cultiven relaciones de cohabitación entre las ciudades y los pueblos, lo cual efectivamente ha ocurrido, no es menos cierto que también facilitan la consumación de la lógica moderna, ya que puede convertir a los pueblos en meros simulacros, donde todo en ellos refleje los deseos y el punto de vista de las ciudades. En este caso, los pueblos se habrán convertido en unos hermosos cadáveres que ya no albergaránn ninguna vida dentro y las ciudades habrán encontrado en ellos la compañía perfecta.

No hay duda de que los pueblos son la víctima de la modernidad y de la democracia. Sin embargo, no debiéramos apresurarnos a concluir que la muerte está en su lado y que en el otro rebosa la vida. Ya el postfeminismo y el movimiento queer nos mostraron que allá donde unos no veían más que faltas o ausencias y otros indefinición, lo que en realidad se escondía era abundante vida. En el caso de los pueblos, ocurre algo parecido. Hemos visto las fuentes por las que mana a medida que avanzábamos en la descripción y análisis de la dominación. No sólo eso, también hemos sugerido que esa vida genera relaciones de mezcla, hibridación y cohabitación entre ciudades y pueblos que, como mostré en otro lugar, no sólo benefician a éstos sino también a aquéllas, pues da lugar a nuevos y variados activismos políticos, formas de arte, sociabilidades, etc. Además, es tal la riqueza de estas mezclas que incluso convierte en inapropiada la propia distinción ciudad/pueblo. Por lo tanto, insistimos, el cadáver no está en este lado.

En El Sexto sentido, la magnífica película que en 1999 dirigió el norteamericano de origen indio M. Night Shyamalan, un psicólogo infantil (Bruce Willis) atiende a un niño (Haley Joel Osment) que ve los espíritus de los muertos que vagan por el mundo y que incluso le piden favores. En el sorprendente final del filme, dicho psicólogo acaba dándose cuenta con horror de que él es uno más de esos cadáveres. Quizás en nuestro caso, ocurra algo parecido. A lo mejor no estamos en un mundo en el que la democracia y su modernidad han dejado una ristra interminable de cadáveres. Quizás, en realidad, el muerto es la propia sociedad demócrática. El problema es que, como le ocurre a los zombis en general y al protagonista de El sexto sentido en particular, esta sociedad no sabe que está muerta. De lo que se trataentonces, como hizo el niño con el psicólogo, es de ayudarle a que lo descubra para que muera del todo, desaparezca definitivamente y nos deje en paz.

 

VOLUPTUOSIDADES

jueves, enero 16th, 2014

José Angel Bergua

 

Si en una economía preindustrial o artesanal, cualquier bien, natural o artificial, es inseparable de un uso que está sancionado por la tradición, dentro de una economía industrial lo importante es producir y lo que resulta de ese irrefrenable impulso ya no son bienes o servicios, que vinculan una necesidad con un uso, sino simulacros, caracterizados por la ausencia de ese vínculo y, en consecuencia, por su inutilidad. Dicho de otro modo, la economía material tiene un carácter voluptuoso.

Una fuente de inspiración para acercarse a la voluptuosidad económica y comprenderla podría ser la lógica pulsional. En efecto, frente a una sexualidad orientada según su valor de uso (la procreación a la que da lugar), hay también una actividad deseante que hace del sexo una actividad más bien lúdica y que incluso crea sus propias utilidades o fantasmas. Estos simulacros de la economía pulsional son equivalentes a los objetos y servicios que procura la economía material porque, en ambos casos, estamos ante el producto de una voluptuosidad que nada tiene que ver con el ascetismo de las necesidades.

El puritanismo sexual y la economía académica son ambos discursos encargados de reducir e incluso estrangular la voluptosidad. Sin embargo, se diferencian en que, mientras el puritanismo es absolutamente coherente y reduce la producción y el consumo de sexo a la escala de la utilidad procreadora, la economía académica entiende que la producción siempre debe crecer, se supone que independientemente de las necesidades. Entonces, el problema de la economía académica viene dado por la contradicción entre una producción irremediablemente voluptuosa y un consumo que se supone y define como puritano.  La solución no ha venido dada por usar como referencia la producción voluptuosa y legitimar, en base a ella, un consumo igualmente excesivo. Esto, a pesar de que los actores concretos consumen así y, a pesar también, de que ese consumo excesivo está relacionado con prácticas, como la fiesta, tan antiguas como la presencia del hombre sobre el planeta e instrumento para la producción de sociabilidad y la renovación de los vínculos con la naturaleza y los dioses. Por el contrario, la teoría económica, contrariando estos hábitos que el consumidor contemporáneo encarna, tiene un carácter igual de moralizante que el puritanismo en el ámbito de las pulsiones y por eso habla de necesidades y de escasez. No sólo eso. Desde ese puritanismo económico incluso se está impulsando un acuerdo entre producción y consumo de la mano de los teóricos del decrecimiento, que se han tomado muy en serio el carácter finito de las necesidades y han llegado a la consecuencia lógica de hacer que la producción sea también finita.

Otra solución es tomarse en serio el carácter voluptuoso, tanto de la producción como del consumo. Para transitar esa senda es necesario abandonar del todo la teoría económica, sea cual sea su clase, e inspirarse en la teoría pulsional. En ésta, por ejemplo, el consumo (demanda) y la producción (oferta) no pueden ser distinguidos, pues son posiciones que cualquier sujeto ocupa permanentemente. En el ámbito de la economía sólo podemos disolver los dos polos yendo más allá de los actores concretos (individuos, empresas, consumidores, empleadores, empleados, etc.) y poniendo en un primer plano el conjunto de lo social, formado ahora por flujos de producción-consumo con intensidades variables de ambas cualidades. Pero en este escenario, cada sujeto no sólo sería productor-consumidor. También estaría ocupado por cantidades e intensidades variables de trabajo, capital, tierra, conocimiento, etc.

Este punto de vista también nos obligaría a repensar la desigualdad. Ya no tendría que ver con las clases o los individuos sino con los factores económicos (capital, trabajo, conocimiento, tierra, etc.), entendidos ahora en términos de flujos. Esto quiere decir que, por ejemplo, cualquier sujeto se explota a sí mismo, pues lo que gana gracias a un componente (por ejemplo, el capital) lo sufre con el otro (por ejemplo, el trabajo). Desde este punto de vista, desaparece el enemigo externo, gran parte del discurso de la izquierda se vuelve inútil y la explotación, que no desaparece, debe ser reinterpretada, dado que ya no sirve para distinguir a unos sujetos de otros.

Respecto a la explotación de la tierra por el capital o, más genéricamente, de la naturaleza por la sociedad, algo que el ecologismo parece interpretar en los mismos términos que el marxismo cuando se refiere a la burguesía y el proletariado, podría hablarse del mismo modo, pues tanto los humanos como los no humanos estamos constituidos por cantidades variables de capital, tierra (naturaleza) o trabajo, por citar los tres factores productivos clásicos, pero a los que también se puede añadir el conocimiento, la técnica e incluso la política. Esto es válido para un monte, las focas, el agua, los trabajadores de Vietnam, los empresarios de Chicago, etc. El caso es que dichos factores pueden combinarse manteniendo su singularidad o mezclándose y haciendo difícil e incluso imposible decidir dónde empieza uno o acaba otro. Las más de las veces, al menos en nuestra Sociedad, están vinculados por una relación de explotación, pero en otras ocasiones se vinculan de un modo más simétrico y horizontal. Por otro lado, en la mayoría de los casos es el capital quien domina o explota, pero en otras ocasiones son el trabajo o la naturaleza quienes lo hacen. Según esto, lo importante no es sólo la desigualdad sino el amplio abanico de relaciones que atraviesa y constituye a cualquier agente social o natural que consideremos. Incluso es posible que un mismo agente encarne a la vez a dos factores llevándose bien entre sí, explotándose en una dirección y también en la contraria. A su vez, dentro todavía del mismo agente, estas diferentes relaciones entre factores pueden vincularse bien entre sí o hacerlo mal. Tanta complejidad obliga a olvidarse de los agentes o lugares concretos en los que circunstancialmente se encarnan las relaciones y prestar atención a los flujos.

 

En este punto conviene abrir un breve paréntesis pues el asunto de la explotación es un problema político en su sentido clásico pues tiene que ver con el poder. En efecto, algunos agentes pueden convertirse en portavoces del malestar e incluso indignación que, según su interpretación, deriva de los factores explotados, sea éste el trabajo, la tierra, el conocimiento, etc. Tales factores no hablan por sí mismos, por mucho que se encarnen en distintos sujetos y colectivos con capacidad para elaborar discursos, pues tienen una condición presubjetiva y, por lo tanto, prepolítica. Son entonces los agentes, que unas veces coinciden con las propias encarnaciones de los factores y otras no, quienes producen ese discurso del malestar, normalmente acudiendo a experiencias de sus componentes presubjetivos, pero otras veces, con ayuda de la imaginación, inventándolas, lo cual no minusvalora el malestar ni resta consistencia al conflicto.

El caso, es que, dada una relación de dominio enunciada por uno o un entramado de agentes, cabe una respuesta conversa positiva que dice sí y, en consecuencia, obedece y contribuye a que el sistema y la desigualdad se reproduzcan. Esto sólo puede ocurrir de dos modos. Por un lado, mediante la aceptación por la(s) parte(s) subordinada(s) de relatos que distorsionan la relación de dominación o la convierten en otra cosa, lo cual hace que las prescripciones de las posiciones dominantes y las obediencias que obtienen no parezcan tales. Por otro lado, por la aceptación táctica o convencida que los subordinados hacen de la posición que ocupan, lo cual les libera de bastantes e importantes decisiones que, paradójicamente, obligan a los dominantes pues deben pasar a tomarlas ellos. En ambos casos la respuesta conversa positiva reposa en un malentendido.

En segundo lugar, ante la enunciación de cierta relación de dominio cabe también una respuesta conversa negativa que diga no. En realidad, esta negación no es tal pues la respuesta simplemente se limita a “elegir” la parte no indicada o prescrita por dicha enunciación, lo que convierte al “no” en una respuesta conversa. Aquí lo importante desde el punto de vista de la contestación es que parezca que hay desobediencia y, en consecuencia, que se hace uso de la libertad. Esto es necesario para ocultar que se responde, contesta u obedece a la pregunta y, además, eligiendo respuestas o contestaciones decididas por la propia pregunta. Como cuando ante la convocatoria de unas elecciones generales un votante elige una de las opciones que se le han presentado, sobre todo si una de ellas se presenta como la alternativa. En conjunto, aunque de distinto modo, las respuestas conversas, tanto las positivas como las negativas, son demagógicas, pues las palabras y actos siempre exigen algún tipo de justificación y significan lo que en cada caso convenga.

En tercer lugar, caben respuestas perversas, más creativas que las anteriores, pues dicen sí y no. Se caracterizan por mezclar y confundir los términos hasta volverlos borrosos y aprovechar la situación para apropiarse de ellos y lograr decir lo que se quisiera pero no se puede por estar fuera del sistema de lo decible. En realidad es la situación más común y nos la encontramos en las artimañas, trampas, engaños, etc. con las que los subordinados (hijos, alumnos, presos, locos, enfermos, fieles, etc.) resisten las relaciones de dominación. Este tipo de actitud es muy común, nos la encontramos entre los héroes, titanes y dioses de Grecia, está también presente en el humor o el chiste y es también una característica de la cultura popular.

Finalmente, están las respuestas subversivas, que no dicen ni si ni no, sino otra cosa. Suponen la escritura de un discurso propio y se oponen a las posiciones anteriores ya que éstas sólo ejercitaban la lectura respecto a lo escrito por otros. Es como si ante la convocatoria de unas elecciones, en lugar de elegir a uno u otro candidato o partido político, decidimos ir a pasar el día a la playa, leer un libro, ver la tv, etc. Esta conducta es tanto más subversiva cuanto más espontánea es y menos reacciona al mandato. En el caso de las elecciones políticas sólo pueden actuar así aquéllos a los que les importa un bledo la política y son inmunes a sus propagandas. El anarquismo es, en este sentido, una versión menor de la subversión.

La política de las respuestas conversas y perversa suele tender a moverse en el campo de la demagogia. Este mundo líquido en el que el decir no cesa de confundir, las posiciones claras de desvanecerse y los argumentos se diluyen apenas han aparecido, muestra una actividad tan voluptuosa como la económica pero en otro campo. Pero es que si la conversión y la perversión disuelven y confunden las posiciones claras y distintas de las que el sistema dice depender y contribuye así a instituirlas, la subversión tampoco las respeta, aunque en este caso porque trae consigo un mundo que es nuevo o que la imposición no permite ver. Si bien este otro mundo es cierto que impondrá nuevas distinciones, que igualmente pasarán después a ser disueltas, lo importante es el gesto creativo o subversivo del que es resultado. La fuerza con la que borra lo distinto y el acto de crear mismo sólo pueden tener su origen fuera del sistema, en la indistinción que precede y excede cualquier orden. En este sentido, está relacionado con la fluidez de la demagogia. Lo que ocurre es que mientras la subversión manifiesta de un modo desnudo la fluidez inmanente, en el caso de la demagogia dicha fluidez trabaja en el interior del sistema y es algo así como el retorno o la anamnesis de su versión fuerte o inmanente. Esto quiere decir, que lo que llamamos orden son efímeras coagulaciones, unas veces disueltas lentamente por la demagogia y otras barridas abruptamente por las subversiones. La disolución y el barrido son sólo maneras diferentes de manifestarse lo indistinto.

En definitiva, del mismo modo que el puritanismo económico habla de necesidades y de este modo pretende restringir, aunque el esfuerzo sea vano, la voluptuosidad, tanto del consumo como de la producción, así el puritanismo político habla de posiciones definidas (dominantes y dominados, izquierda y derecha, etc.) y de este modo pretende reducir, igualmente sin éxito, la voluptuosidad propia de este campo, que consiste, simple y llanamente, en no poder parar de decir. Conviene aclarar que la voluptuosidad no es propia del discurso sino que empuja desde sustratos prediscursivos, presubjetivos y prepolíticos. Uno de esos estratos tiene que ver con las relaciones entre factores productivos pero hay muchos más.

 

Pero dejemos de lado la política y volvamos de nuevo a la voluptuosidad de las pulsiones. En este sentido, debe tenerse en cuenta que la desmesura del deseo no sólo desborda cualquier utilidad procreadora. Como muestra Sade, llega al desbordamiento absoluto de cualquier utilidad. En ese más allá, las limitaciones del cuerpo respecto al deseo son superadas y el cuerpo mismo es destruido. Aunque eso llegue a proponer el Marqués, la voluptuosidad, más que provocar la muerte del cuerpo lo debería forzar a transformarse a través de distintas clases de prótesis, artilugios, drogas, técnicas, mentalizaciones, etc. para hacerlo más capaz de ser habitado y atravesado por la desmesura. En lugar de muerte hay pues la obligación de una transformación y metamorfosis permanentes. Si no ocurre esto, entonces sí que la muerte será inevitable

La economía contemporánea, impulsada por una voluptuosidad igualmente desmesurada, también va contra su propio soporte físico, en este caso la base natural y las relaciones sociales que la han hecho posible. Esto no quiere decir que lo natural y lo social vayan a ser destruidos. Sólo el tipo de naturaleza y de sociedad que hicieron posible la economía industrial. Aunque más bien habría que decir que serán o están siendo destruidas las concepciones de naturaleza y de sociedad que se proyectaron sobre lo social y lo natural coincidiendo con algo que ya había allí o logrando que partes del bios y del socius se adecuaran a esas proyecciones y se transformaran en ellas. Por lo tanto, tras la muerte de las naturalezas y sociedades que tenemos vendrán otros naturalezas y sociedades. Y después otras….

Lo que impulsa tales cambios, no conviene olvidarlo, es la voluptuosidad. Y los enemigos de ese impulso son, entre otros, en el plano ideológico, tanto el ecologismo como el socialismo, que tienen concepciones finitas y austeras de lo natural y de lo social, así como modos muy cerrados, estables y simples de interpretar la articulación de los distintos componentes del bios y del socius. Esos puntos de vista han dado lugar a políticas naturales y sociales, unas realizadas y otras por construir, también finitas y muy cerradas, austeras, estables y simples. Pero para no caer en malentendidos debe quedar claro que, desde el punto de vista voluptuoso que estamos explotando, el liberalismo es tan inútil como el ecologismo y el socialismo. Primero, porque parte de una particular clase de agentes, los individuos, y la desmesura es la única agencia a tener en cuenta. Segundo, porque el liberalismo tiene una concepción agonal del individuo que le lleva a competir o envidiar al prójimo y que para nada tiene que ver con la voluptuosidad, más emparentada con Eros que con Marte. Y tercero, porque malinterpreta la voluptuosidad al equipararla al beneficio, el cuál sólo tiene sentido en un contexto de intercambio, por lo que no hay exceso pues simplemente se mueven las cosas de sitio. Unas veces generando explotación, como denuncian los marxistas, al poner en el centro los vínculos entre capital y trabajo. Otras en libertad, como corrigen los liberales, al preferir ver sólo un capital que unas veces es económico, otras cognitivo, otras humano, también social, etc. Al margen de estas diferencias que los liberales tienen con los marxistas, lo importante de aquéllos es que sustituyen la lógica de la voluptuosidad sin límites, a la que tiende la economía, por otra restringida que genera beneficios en lugares concretos e intenta conducir la economía en esa dirección.

            Del mismo modo que ocurre en la vida general, nada en la economía pulsional es gratuito, pues todo tiene un precio. Pero, como dice Sade,“aquél que corre con los gastos, aquél que pagará de una manera u otra, es la sustancia constituida por el lugar donde se desarrolla el combate, el propio cuerpo”. Quiere esto decir que cuanto más se incrementa la perversión, proliferan los fantasmas y se propagan los simulacros, más padece el finito y limitado cuerpo. Por lo tanto, el precio a pagar por la inevitable y necesaria voluptuosidad es el cuerpo.

En el ámbito de la economía, como el precio no media entre comprador y vendedor, pues la producción y el consumo, del mismo modo que a nivel pulsional, ya hemos dicho que no deben ser disociados, y los agentes concretos son entonces irrelevantes, el precio sólo puede hacer referencia, como también hemos dicho, a los costes que la voluptuosidad tiene en la sociedad y naturaleza concretas en las que la economía industrial, postindustrial, etc. se encarnan. En este sentido, el precio de la voluptuosidad no es la muerte sino la transformación y la creación de nuevos mundos. Es decir, el precio es la vida, pero entendida de un modo radicalmente engendrador e infinito. El problema es que ese modo de entender la vida es tan terrorífico y monstruoso, por excesivo, para el puritano y mesurado orden que tenemos, como las perversiones de Sade lo son para la moral y sexualidad restringida, no sólo de su época sino también de la nuestra.

Decía Reich en relación a Freud que, si bien descubrió la sexualidad y la puso en un primer plano, no apostó decididamente por ella ni, en consecuencia, por una vida psíquica saludable. La represión inconsciente que enfermaba –dijo- fue transformada por Freud, a través de la palabra, en una confesión que no liberaba la sexualidad sino que simplemente la hablaba. De modo que la sexualidad hablada continuó reprimiendo la práctica sexual. En una trampa parecida nos introduce la democracia, pues puede llegar a conceder hablar de lo que plazca, pero en muchos casos bloquea la posibilidad de hacer o realizar aquello de lo que tan libremente se habla o demanda, aunque no perjudique a nadie. En el caso del capitalismo, aunque es cierto que apostó por la voluptuosidad, no lo es menos que lo hizo de un modo limitado y que, por lo tanto, lo contuvo. Más que del lado del exceso y la desmesura, estuvo del lado de su contención. La llevó a cabo, del mismo modo que el psicoanálisis en relación a la sexualidad y la democracia a la libertad, dosificando el exceso homeopáticamente.

El mecanismo encargado de canalizar esa homeopatía y cumplir así la función que en relación al sexo y la libertad cumplió la palabra, fue el beneficio, ligado al capital, el factor productivo fundamental del la economía que tenemos. Y es que el capital produce mucho y parece voluptuoso pero no produce lo que no sea rentable y pierde interés en la producción cuando la curva de beneficios está en su fase descendente. Este freno es en parte responsable de las periódicas crisis que asolan al capitalismo pues cuando los beneficios no acompañan se cierra el grifo y comienzan a caer todas las piezas una tras otra. Que los marxistas no hablen mucho de beneficio y prefieran ver que las mercancías son portadoras de un plusvalor destinado al capital, no muestra un punto de vista muy diferente del liberal. Su propuesta de reinstaurar el mesurado y proporcionado intercambio de valores idénticos tampoco, pues de igual modo que el liberalismo, sólo hace que cerrar el paso a la voluptuosidad. El marxismo, en fin, no pretende liberar el exceso voluptuoso de vida sino tan sólo distribuir la que el capitalismo es capaz de dejar asomar. Marx y los marxistas son en esto muy freudianos. Reich les da algo de miedo y más allá de él ni se atreven. Por eso, también, la voluptuosidad del espíritu dionisíaco de Nietzsche suele preocuparles y el exceso de Sade les causa, directamente, terror.