Cadáveres

José Angel Bergua

La democracia no sólo esconde el cadáver de esa gente a la que dice representar, tal y como pusieron de manifiesto los indignados. Las víctimas de su institucionalización son muchas más y hay bastante relación entre ellas. De hecho, la gente, en su modo más patente o visible, comienza a dejarse entender a partir del heterogéneo conjunto de restos y residuos que la democracia ha ido dejando a su paso y que continua así la función de otras formas políticas que le precedieron, con sus correspondientes sociedades.

Cierto feminismo ha denunciado que la distinción “público/privado”, que pone por encima el primer término y sirve así de base a la democracia, está puesta al servicio del particular modo de estar en el mundo que tienen los varones en las sociedades patriarcales. Y es que dicha distinción se apoya en otra que le precede y le sirve de asiento, “política/familia”, la cual, a su vez se apoya en otra más básica, “cultura/naturaleza”, sobre la que se autoinstituye la propia sociedad tal como la conocemos. En todas esas distinciones los primeros términos son considerados superiores y señalan ámbitos de actividad predominantemente masculinos. De modo que la política aparece subordinando, no sólo a la naturaleza, asunto importante en el que no voy a entrar ahora pero del que quiero dejar constancia, sino un amplio espacio de acción en el que, por necesidad o vocación, se desenvuelven principalmente las mujeres. Conviene añadir que también los niños y, en general, los no adultos, son excluidos de lo público, la política y la cultura, por lo que hay, además de la violencia estructural de género, otra que tiene que ver con la edad. Sin embargo, tampoco voy a desenredar esta otra madeja con sus propias ramificaciones y nuevas desigualdades. El caso es que para superar la exclusión de lo femenino, si las igualitaristas piden que las mujeres puedan ocupar los primeros términos, las diferencialistas solicitan rehabilitar los segundos. Así debe entenderse, por ejemplo, esa máxima de “lo personal es político” que tanto repiten algunas de ellas.

De todas formas, no es sólo la distinción “público/privado” lo que ciertas familias de feministas denuncian, sino también el propio concepto de “ciudadanía” alumbrado en la Modernidad, pues identifica a todos como iguales, por lo que borra no sólo las diferencias sino también las relaciones de desigualdad que produce o sobre las que se asienta la sociedad. Es por esto que la “ciudadanía” y la “igualdad” son sólo el instrumento que utiliza quien ocupa posiciones dominantes para distribuir identidades y posiciones desde la suya propia y apuntalar con este y otros mecanismos su relación de dominación. Pero esto no es en absoluto nuevo, pues ya la propia noción de “humanidad”, fundamental en nuestra civilización y que hunde sus orígenes en la humanitas con la que los romanos se designaban frente a los “bárbaros” del exterior, lo cual nos lleva a otra exclusión en la que tampoco voy a entrar pero de la que igualmente quiero dejar constancia, esconde también una violencia estructural de género, pues está elaborada a partir de una típica oposición privativa, “hombre/mujer”, en la que el primer término del par, “hombre”, no sólo se designa a sí mismo, sino que incluye también a su contrario, pues ambos forman parte de la gran clase de los “hombres”, de la “humanidad” o simplemente de lo “humano”, lo que obliga a que el segundo término, “la mujer”, padezca cierta indefinición.

Para el feminismo diferencialista dicha indefinición siempre ha sido un muro contra el que se ha estrellado una y mil veces, pues no ha podido averiguar, tal como se proponía, qué es la mujer. Sin embargo, para el postfeminismo eso de buscar esencias perdidas o inventarlas lo único que hace es copiar el esquema mental patriarcal, caracterizado por tener un habitusesencializador. El postfeminismo quiere desvincularse definitivamente de él subrayando que el mundo de las mujeres es diverso y que, por lo tanto, la diferencia no acaba en la rehabilitación de la mujer sino que continúa y se multiplica en la pluralidad de feminidades con sus correspondientes modos de ver el mundo. O sea que allá donde el mundo abstracto del concepto nos hacía ver un cadáver, comprobamos que, en realidad, alberga una exuberante y heterogénea vida. Pero es que, si el postfeminismo descubre en el lado femenino una pluralidad de situaciones que, además, se mezclan siempre de modos distintos, los homosexuales han elevado el tiro y apuntado a ese mundo formado por varones y mujeres enlazados entre sí que propone la heterosexualidad. En este sentido, MoniqueWitting, puesto que considera“impropio decir que las lesbianas hacen el amor con mujeres, porque la mujer sólo tiene sentido en los sistemas de pensamiento heterosexuales”, afirma que “las lesbianas no son mujeres”. Lo cual ha permitido abrir las puertas a otro mundo repleto de diferencias y mezclas. Sin embargo, esta crítica del mundo instituido que comenzó agenciando el feminismo y continuaron las lesbianas no se ha detenido ahí, pues desde los años 80 varios colectivos de mujeres lesbianas, chicanas, negras, latinas, con problemas de paro, regularización o inserción social y personas con sexualidades más complejas que la del simple modelo “varón gay con varón gay”, van a expresar su distanciamiento de ese modelo idílico negándose a reconocerse como gays y afirmando desde entonces ser queer, es decir, gente “rara, diferente”.

Dejemos de desenredar esta madeja. Sólo he echado mano de ella para mostrar que en el patio trasero de la democracia hay enterrados muchos cadáveres (mujeres y homosexuales de distinto pelaje, los no adultos, los extranjeros) y que las víctimas, como en los filmes de asesinos en serie, tienen cierta relación entre sí. Dichas relaciones, como sabemos por esas mismas películas, no tienen que ver con las características de los cadáveres sino con la propia mirada del asesino. El caso es que nuestro psicópata tiene muchos más muertos en su cuenta de los que la policía científica ha logrado esclarecer. Permítaseme mencionar uno relacionado con un término muy sospechoso ya mencionado antes, la “ciudadanía”, central en las democracias, aunque, según nos mostró el feminismo, no es tan benévolo como aparenta. Si tenemos en cuenta que la “ciudadanía” se adjudica a todos los pobladores de los sistemas democráticos pero designa etimológicamente al habitante de la ciudad, es obvio que la democracia parece ser un producto urbano que, seguramente, responde a sus características estructurales y sólo a ellas. Pero del mismo modo que ocurría con el “humanismo”, estamos también ante una oposición privativa, en este caso “ciudadano/habitante-de-los-pueblos”, en la que el primer término se designa a sí mismo y a su contrario, obligando a éste a padecer cierta indefinición e incluso desaparecer. De modo que esa democracia inventada por y para las ciudades requirió de otra exclusión y la aparición de un nuevo cadáver. En este caso, los pueblos o hábitats rurales.

Conviene profundizar en este etnocidio pues, a pesar de ocupar un lugar central en la autoinstitución de la modernidad, ha sido con frecuencia desatendido por las ciencias sociales y tampoco hay ideologías específicas que le presten atención, al modo como los feminismos y ecologismos, por ejemplo, hablan de lo femenino y lo natural. Además, con el análisis del asesinato descubriremos nuevas e inquietantes características del mundo que alberga y da cobijo a nuestro psicópata, así como importantes rasgos de su personalidad.

En 1923 Spenglerya tenía claro que los procesos de civilización están protagonizados por las ciudades. En su opinión, si el hombre anterior al neolítico es un ser errante que “anda a tientas por la vida” y el posterior arraiga en la tierra que cultiva, el hombre civilizado, vuelve a ser un nómada, pero esta vez intelectual. Esta tendencia al desanclaje de la tierra está presente en todas las culturas y tiene su epicentro en las ciudades. Por eso, continúa Spengler, “la historia universal es la historia del hombre urbano”. Ese impulso es hoy toda una realidad. Si Babilonia, en su momento de mayor esplendor, no superó los 100.000 habitantes y Atenas sólo llegó a 50.000, actualmente hay en el mundo 19 megaciudades con más de 10 millones de habitantes. El crecimiento de algunas de ellas ha sido vertiginoso. Así, México ha multiplicado por 8 el volumen de población en los últimos 50 años y Sao Paolo por 10. Las cifras son importantes si se tiene en cuenta que la primera ciudad que superó el millón de habitantes fue Londres y lo hizo en 1820. En la actualidad, desde el año 2007, la población del planeta que vive en ciudades es ya más numerosa que la que reside en pueblos. No sólo eso, en el mundo hay 65 grandes ciudades en las que habitan más de 700 millones de personas y la economía mundial se concentra en 24 megarregiones que agrupan a enormes ciudades y que representan el 43% de la economía mundial. Para el año 2025 se estima que puede haber espacios urbanos que agruparán a cientos de millones de personas.

Los pueblos connotan una relación de vecindad y proximidad con la naturaleza de la que carecen las ciudades. En efecto, sea cual sea el trabajo que tengan los habitantes de los pueblos, por el hecho de vivir en ellos, ya a través de los sentidos (vista, oído, olfato) la experiencia de la naturaleza es más directa e inmediata que en las ciudades. Ésta es probablemente, la diferencia más notable: mientras los pueblos están acoplados a la naturaleza (sociedad-naturaleza), las ciudades se distinguen de ella (sociedad/naturaleza). Primero, por el temor que el cristianismo infundió respecto a todo lo natural. Luego, por el desprecio que desató el antropocentrismo moderno a través de su ciencia y la economía, que sólo permitieron ver en la naturaleza un “objeto”, de conocimiento para una y de explotación para la otra. Más tarde, bien avanzada la modernidad, de la mano de del ecologismo, la naturaleza se ha convertido en un objeto deseado a la vez que perdido. Ninguna de estas visiones es la de los pueblos pues en ellos ha habido cohabitación y mezcla con la naturaleza, no distinción.

Otra importante diferencia tiene que ver con las relaciones internas, entre las gentes, que se practican en uno y otro hábitat. En los pueblos, el estilo de sociabilidad dominante es el comunitario en sentido clásico (es decir, reunido en torno a una identidad), mientras que en las ciudades los vínculos son más débiles y fugaces, por lo que tiende a predominar el individualismo . En 1887 el escritor inglés Hardy ya veía así la sociabilidad urbana: “cada individuo es consciente de sí mismo pero nadie es consciente de todos colectivamente”. De los pueblos se podría haber dicho justamente lo contrario: hay conciencia de comunidad (familiar, local, etc.) pero no conciencia individual. Por lo tanto, del mismo modo que sucede en las relaciones entre lo social y lo natural, que es de distinción en las ciudades (/) y de acoplamiento en los pueblos (-), también las relaciones entre las gentes urbanas parecen tender a la indiferencia mientras que las de los pueblos son más bien de acoplamiento o cohabitación. Esta cohabitación no implica que las relaciones entre las gentes sean amistosas pues también pueden ser de hostilidad. Y es que lo contrario de la sociabilidad comunitaria (amistosa u hostil) es la indiferencia. Por otro lado, conviene también dejar claro que la indiferencia urbana es sólo una tendencia o atractor nunca absolutamente realizada. Está provocada por la transformación, ampliación y diferenciación interna permanente de las ciudades y de sus gentes. Sin embargo, se ve contrarrestada por una necesidad de contacto, aunque sea débil o incluso anónimo. La suma de ambos impulsos crea una “comunidad” distinta de la que domina en los pueblos, pues ya no se basa en la identidad y los vínculos no son fuertes ni permanentes. Al contrario, se caracterizan por la fugacidad, debilidad e intermitencia del estar-uno-con-otro. El resultado es, según Nancy,  la creación de “conjuntos numerosos (que) se tocan en todos sus puntos y se dispersan como enjambres perseguidos, como racimos desgranados”. Esta idea de comunidad, tan distinta de la clásica, es precisamente la que estamos teniendo en cuenta al hablar del demos.

Pero las ciudades y los pueblos no son sólo dos lugares diferentes. Hay también una relación de explotación en medio. Es probable que en la premodernidad los estilos de vida de los pueblos e incluso su misma cultura fueran muy importantes en las ciudades. Quizás en aquella época las relaciones oficiales o instituidas fueran de cohabitación (ciudad-pueblos). Sin embargo, con la modernización, se impusieron las de distinción y explotación (ciudad/pueblos). Williams ha descrito el proceso así: “Una ciudad come lo que sus vecinos del campo cultivan. Y puede hacerlo a cambio de los servicios que ofrece en las esferas de la autoridad política, la ley y el comercio a quienes están a cargo de la explotación rural… Pero luego, los agentes de poder y las utilidades llegan, por así decirlo, a alienarse y por encima de la explotación entrelazada se desarrolla lo que podría entenderse como una explotación de hecho del campo en su conjunto por parte de la ciudad en su conjunto”. Téngase en cuenta que una ciudad de 1 millón de habitantes necesita 1800 toneladas de alimentos y 567.000 de agua al año. Ibáñez también se refirió a la explotación del campo pero la describió más clara y contundentemente: “La ciudad es una fábrica de mierda. Receptora de alimentos y emisora de excrementos. El campo, por el contrario, es emisor de alimentos y receptor de excrementos. Así de sencillo”.

La explotación de los pueblos por las ciudades es algo más compleja de lo que Williams e Ibáñez dan a entender pues se produce en el intercambio de objetos, sujetos e información. Por lo que respecta a los objetos el intercambio desigual consiste en que se dan recursos infravalorados (como sucede con el agua, la madera, los productos agrícolas, etc.) y se reciben productos sobrevalorados (por ejemplo, los bienes de consumo masivo). En relación a los sujetos, van jóvenes a formarse que luego en su mayoría se quedarán en la ciudad, así como gentes sin título que el mercado considera descualificadas y en su lugar llegan profesionales y funcionarios, como médicos, secretarios de ayuntamiento, asistentes sociales, etc., considerados más valiosos. Finalmente, ya en relación a la información, se marcha el conocimiento autóctono transmitido de generación en generación, que los estudiosos urbanos estudiarán y pasarán a hacer formar parte de archivos y museos a medida que vaya muriendo, y se recibirá a cambio conocimiento científico que, por considerarse más valioso, pasará a ser aplicado en la interpretación y construcción de la realidad rural, incluso por los propios pobladores. En los tres regímenes de intercambio lo que se da tiene menos valor que lo que se recibe debido a que la vara de medir la impone la ciudad. Sin embargo, para que este triple régimen de explotación funcionara, también ha sido necesario que los habitantes de los pueblos aceptaran esa medida. Esto es fácil de comprobar que ha sucedido, pues en los tres intercambios los pueblos han tendido a sentirse inferiores a la ciudad. De todas formas, aunque los pueblos hayan tendido a interiorizar la violencia simbólica ejercida por la ciudad generando cierto habitus acorde con ella, no todo lo que llega de allí ha sido siempre acríticamente aceptado y no todo lo que se va ha merecido en todas las ocasiones menor estima. Además, mucho de lo que se le impuso fue apropiado de modos diferentes a los previstos y bastante de la gente que marchó a la ciudad mantuvo sus vínculos con el pueblo e incluso generó otros, lo que abrió una relación de cohabitación (-) entre los dos hábitats que proporcionó más y nueva vida a los pueblos.

En fin, que el asesinato no fue una obra perfecta. Sin embargo, continuemos con las relaciones de dominación pues forman parte del orden instituido en el que la Democracia ocupa un lugar central. Se pueden añadir dos más: la conversión de los pueblos en materia de conocimiento y también en lugar de inspiración ideológica. Ambas están íntimamente unidas y se relacionan también con la explotación. Además, las tres son la base necesaria e imprescindible para que se dé un cuarto e importante paso al que también conviene hacer referencia: la conversión de los pueblos en objetos estéticos susceptibles de transformarse en objetos de consumo.

Si observamos el Diccionario de Autoridades del siglo XVIII y tomamos nota de los significados adjudicados a los términos “pueblo” y “cultura” observamos que no tienen las connotaciones que se les adjudicarán después y que tampoco se ha establecido ninguna asociación entre ambos. En efecto, el término “pueblo” no tenía sentido político alguno y todavía significaba, simplemente, lo opuesto a la ciudad. Por su parte, la “cultura” estaba relacionada con la actividad agrícola y se llamaban “incultos” no a los analfabetos sino a los terrenos no cultivados. Este mantenimiento de los significados originales del “pueblo” y de la “cultura” coincidía con una relativa autonomía de los pueblos y de sus tradiciones. Como ya vimos más atrás, la modernización de la sociedad se inicia cuando las élites comienzan a ver con preocupación las prácticas culturales de las gentes. Ahora podemos añadir que esas gentes son principalmente las de los pueblos. Por eso, la categoría política de “pueblo” comienza a adquirir importancia política a medida que los pueblos y los hábitats rurales van perdiendo su singularidad cultural. Después de la Revolución Francesa y de la Escuela Universal, a medida que los pueblos reales iban siendo destruidos y el ideal fortaleciéndose, también vimos que apareció el interés por la tradición popular, que este interés culminó el etnocidio y que con la descomposición del cadáver apareció el espectro del nacionalismo.

Todos estos cambios tienen su origen en el proceso de modernización. Traen consigo la conversión del pueblo en un objeto de explotación o intercambio desigual, un objeto del conocimiento científico y un objeto de inspiración ideológica. Por lo tanto, falta el cambio que ha convertido a los pueblos en objetos estéticos, incluso susceptibles de ser incorporados a los paisajes, los cuales atraerán a los turistas y terminarán convirtiendo los hábitats en objetos de consumo para los urbanitas. Ese cambio tiene que ver con la postmodernización, también nacida en las ciudades y que se caracteriza por la aparición de una nueva sociedad en la que las actividades industriales son menos importantes que las postindustriales, por lo que la explotación y degradación de los entornos de los pueblos tenderá a disminuir. Hay también con la postmodernización un goteo constante de urbanos que pasarán a fijar definitiva o temporalmente su residencia en los pueblos, por lo que la explotación demográfica también tenderá a desaparecer.

A estos cambios estructurales acompañarán otros en el ámbito de los valores que, si bien también favorecen a los pueblos, igualmente traen consigo la posibilidad de intensificar, aunque por nuevas vías, la dominación. El cambio de valores tiene que ver con el hecho de que el énfasis en la seguridad y el bienestar económico serán sustituidos por la mejora de la calidad de vida, formando parte de esta calidad la búsqueda de la naturaleza y el trato más cálido con los otros, objetivos ambos que hacen de los pueblos un lugar apetecible para el urbano. De todas formas, si bien todos estos cambios abren la posibilidad de que se establezcan y cultiven relaciones de cohabitación entre las ciudades y los pueblos, lo cual efectivamente ha ocurrido, no es menos cierto que también facilitan la consumación de la lógica moderna, ya que puede convertir a los pueblos en meros simulacros, donde todo en ellos refleje los deseos y el punto de vista de las ciudades. En este caso, los pueblos se habrán convertido en unos hermosos cadáveres que ya no albergaránn ninguna vida dentro y las ciudades habrán encontrado en ellos la compañía perfecta.

No hay duda de que los pueblos son la víctima de la modernidad y de la democracia. Sin embargo, no debiéramos apresurarnos a concluir que la muerte está en su lado y que en el otro rebosa la vida. Ya el postfeminismo y el movimiento queer nos mostraron que allá donde unos no veían más que faltas o ausencias y otros indefinición, lo que en realidad se escondía era abundante vida. En el caso de los pueblos, ocurre algo parecido. Hemos visto las fuentes por las que mana a medida que avanzábamos en la descripción y análisis de la dominación. No sólo eso, también hemos sugerido que esa vida genera relaciones de mezcla, hibridación y cohabitación entre ciudades y pueblos que, como mostré en otro lugar, no sólo benefician a éstos sino también a aquéllas, pues da lugar a nuevos y variados activismos políticos, formas de arte, sociabilidades, etc. Además, es tal la riqueza de estas mezclas que incluso convierte en inapropiada la propia distinción ciudad/pueblo. Por lo tanto, insistimos, el cadáver no está en este lado.

En El Sexto sentido, la magnífica película que en 1999 dirigió el norteamericano de origen indio M. Night Shyamalan, un psicólogo infantil (Bruce Willis) atiende a un niño (Haley Joel Osment) que ve los espíritus de los muertos que vagan por el mundo y que incluso le piden favores. En el sorprendente final del filme, dicho psicólogo acaba dándose cuenta con horror de que él es uno más de esos cadáveres. Quizás en nuestro caso, ocurra algo parecido. A lo mejor no estamos en un mundo en el que la democracia y su modernidad han dejado una ristra interminable de cadáveres. Quizás, en realidad, el muerto es la propia sociedad demócrática. El problema es que, como le ocurre a los zombis en general y al protagonista de El sexto sentido en particular, esta sociedad no sabe que está muerta. De lo que se trataentonces, como hizo el niño con el psicólogo, es de ayudarle a que lo descubra para que muera del todo, desaparezca definitivamente y nos deje en paz.

 

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